Skip to Content

EL CUADRO DE DALÍ

Llego a mi apartamento después de un día normal, monótono y fatigador. Saco las llaves del bolsillo derecho de mi pantalón caqui, de ese que uso todos los días. Busco entre mi irónico montón de llaves la única que uso: la oxidada llave de mi puerta. Meto la llave en la cerradura y giro 360 grados a la izquierda esperando que se abra, después; después entro a mi hogar, a mi apartamento de dos cuartos, una cocina y una sala-comedor de sillas y mesas de plástico.

Es de noche y el lugar nunca ha tenido fama de tener buena iluminación. No es sorpresa que esté casi completamente oscuro, sólo un rayo de luz de luna se filtra por la ventana y logra alumbrar la patética sala-comedor de plástico; después de todo, la luz nunca ha sido mi mejor amiga. Volteo hacia la derecha y busco con mi mano sudada el interruptor que prende el foco de luz blanca justo arriba de la mesa, lo único que alumbra parcialmente el lugar. Lo prendo. Se hace la luz; luz blanca e hipnotizadora que domina la pobre ambientación escogida para mi lugar de meditación. Miro en mi muñeca derecha mi antiguo reloj-calculadora y me doy cuenta del paso del tiempo: son las 22:33 horas, una buena hora para irme a mi cuarto, acostarme, pensar en cosas que nunca pasarán y luego, después de un tiempo indefinido que a mi parecer es eterno, quedarme dormido para soñar, soñar con cosas que torturan mi mente tratando de cobrarme las malas acciones realizadas a lo largo de mi existencia. Sigo la rutina de mi vida.

Me acerco a la pequeña mesa de centro y dejo con delicadeza mi portafolio, me quito mis anteojos grandes y cuadrados, esos que compré en mi cumpleaños cuando sentí la ansiedad por tener algo nuevo. Tengo sueño. Me restriego los ojos preparándolos para lo que viene. Doblo a la izquierda, entro a la cocina, abro el refrigerador y saco de ahí una botella de jugo de uva. La destapo con lentitud y me la tomo de un solo trago. Cierro el refrigerador. Doy dos pasos hacia un lado, alzo mis brazos, abro la alacena buscando algo de comer y encuentro un pedazo de pan glaseado, el único verdadero placer que me queda. Cierro los ojos y me lo como. Con el estómago satisfecho cierro la alacena y me rasco la despeinada cabellera que tengo. Me quejo conmigo mismo de cosas que no tienen verdadera importancia, pero que por alguna razón me torturan. Cuando vuelvo a mi realidad y olvido todas esas cosas, busco la comida de perro que compro cada sábado para alimentar a mi amigo callejero que viene todos los días a hacerme compañía. Tomo la pequeña bolsa y voy camino hacia la puerta, abro y salgo al pasillo de seis puertas del tercer piso de un edificio despintado y adornado con arte urbano. El edificio donde me tocó vivir. Bajo las escaleras y salgo a la calle, dejo un poco de comida en el tazón que destiné meses atrás para mi amigo canino e ipso facto regreso al lugar del que había salido. Cierro la puerta y le pongo seguro. Por alguna razón siento miedo de que alguien quisiera entrar, pero siendo realista sé que nadie nunca querrá. La luz blanca sigue prendida.

Me agacho y desamarro las agujetas de mis zapatos color café. Me paro, alzo un pie y me quito un zapato. Hago el mismo procedimiento con su hermano gemelo y los dejo a los dos a un lado mío, debajo del interruptor para prender la luz. Camino descalzo y siento en mis pies el piso frío y sucio que nunca limpio, pero que me ha llegado a gustar con el paso del tiempo. Llego de nuevo al lugar donde dejé mis anteojos y mi portafolio y me siento en una de las cuatro sillas que se encuentran alrededor. Me pongo a pensar en que mañana será sábado y que, a falta de trabajo en la oficina, estaré en mi cama escuchando los vinilos que compro de vez en vez, cuando decido salir a dar una vuelta por la colonia y me sumerjo en la tienda del señor López. Por un momento siento un nudo en la garganta por pensar en mi soledad que sólo es acompañada por un toque de música, pero luego cambio de opinión y doy gracias por mi reproductor que me acompaña cada que lo necesito.

Después de quedarme viendo fijamente mis anteojos durante un largo tiempo, miro mi reloj de nuevo: son las 23:06 horas. La puerta de mi recámara sigue cerrada. Giro mi cabeza hacia la izquierda y veo en el piso un gran camino de pequeñas hormigas negras yendo de un pequeño hueco en el piso a otro. Me río pensando en su pequeño mundo y decido jugar a ser dios matándolas a todas. No tienen la culpa de nada. Las aplasto con mis pies descalzos hasta que quedan solo cientos de pequeños puntos negros. Comparo la escena con las guerras que han azotado al mundo a lo largo de la historia y me siento culpable por el acto atroz que acabo de cometer. Me siento de nuevo en la misma silla e inteligentemente consigo pensar en la excusa perfecta para poder sentirme mejor: las hormigas invadieron mi espacio, yo no lo podía permitir, después de todo siempre sobrevive el más fuerte. En el fondo sé que el principal invasor en este mundo es el hombre y que yo soy parte de ese infortunado grupo, ante el cual los demás animales de este planeta han tenido que desplazarse. Entonces, por lo tanto, yo invadí a las hormigas y no ellas a mí. Trato de no pensar en eso y me agarro fuertemente de mi excusa para no sentirme mal. Me paro de la silla y con mis manos recojo las hormigas muertas del piso, arrinconándolas para que se pierdan con el tiempo y nunca recuerde el momento en que las destruí. Voy al baño y me lavo las manos como Poncius Pilatus, me seco con la toalla amarilla y cierro la llave. Veo el techo y me quedo observando la luz blanca por demasiado tiempo. Me doy cuenta de que me lastima y rápidamente veo hacia otro lado, hacia la pared que está vacía. Abro y cierro los ojos. Veo una figura luminosa en la pared, volteo para otro lado y la figura sigue ahí. Abro y cierro los ojos de nuevo tratando de imaginar que podría ser y llego a la conclusión de que es una tortuga parada en dos patas celebrando su triunfo ante la rápida liebre. Después de un tiempo la figura desaparece.

Me canso de estar sentado pensando en nada y me paro. Doy dos vueltas a la mesa y entro a la cocina, abro y cierro el refrigerador sin razón aparente. La luz blanca sigue prendida. Me acerco al interruptor y la apago. Unos segundos después la vuelvo a prender para poder ver mejor mi apartamento vacío. Un nudo invade mi garganta de nuevo. Al no saber qué hacer me pongo a darle vueltas a la mesa hasta que lo olvido. Veo mi reloj de nuevo, me toco los labios y miro de reojo la puerta de mi recámara. Ya es hora de abrir esa puerta, entrar, desvestirme y ponerme algo cómodo para dormir.

Doy siete pasos en la dirección correcta y llego justo enfrente de la puerta, giro la perilla y la abro. Está toda oscura, en ese lugar la luna no se puede filtrar por ningún lado. Es curioso el contraste que hace la oscuridad de ahí con la luz blanca de la sala-comedor. La luz blanca deja entrever algunas cosas de mi recámara, así que entro y cierro la puerta para evitarle el paso; ahora sí no se puede ver nada. Doy dos pasos al frente y comienzo a desabotonarme la camisa lentamente, hasta que queda partida en un plano sagital y me la quito para después tirarla a la cama. De pronto escucho un ruido raro que viene de un lugar dentro del cuarto, me asusto y mi corazón late más fuerte. Trago saliva y retrocedo hasta chocarme con la puerta. Busco el interruptor y prendo la luz de mi recámara. El ruido desaparece. No sé lo que es, sólo sé que me da miedo. El cuarto está como siempre, no se ve ningún ser vivo en él. Veo mi cama solitaria, mi reproductor de música y un poco de ropa tirada en el suelo. Trato de olvidarme del ruido y desabrocho mi cinturón para ponerme ropa cómoda. El ruido regresa. Subo la mirada y miro hacia el frente. Concentro toda mi energía en el oído. Vuelve a pasar y fijo mi mirada en una réplica de un cuadro de Salvador Dalí que compré en un tianguis días pasados, es ahí. Maldita persistencia de la memoria. El ruido se hace más fuerte; esto no había pasado antes, mi cuarto siempre está en silencio. Sin saber, me siento en la cama y el ruido desaparece. Cada vez mi angustia es mayor y no puedo evitar temblar. No suelo ser cobarde, pero por alguna razón hay algo en ese sonido que hace que mi corazón se convierta en un martillo gigante. Suena de nuevo y me aterrorizo. Recuerdo todas las películas de horror que solía ver de niño mientras mis padres dormían, me acuesto en la cama y cubro mi cabeza con la almohada esperando que sea mi escudo ante cualquier mal. Ingenuamente creo que la almohada me protegerá de todo, absolutamente de todo. Me doy risa. Escucho el ruido de nuevo y pego más la almohada a mi cara. Se hace la oscuridad.

– Dicen que si crías cuervos te sacarán los ojos.

Alguien habló, no sé quién fue. Giro la cabeza a mí alrededor y distingo un ambiente morado, aderezado con detalles en verde. Estoy en un lugar que nunca había visto antes, todo es tan bizarro, un poco perfecto. Los árboles son de mil colores: verde, rojo, morado, violeta, amarillo. Las nubes son azules y el cielo es blanco. Estoy desconcertado.

– ¿No es así?

Me hablan de nuevo. Doy media vuelta y distingo una figura oscura con bigotes erizados que lleva un sombrero de copa alta y bastón. Poco a poco la figura se acerca a mí, mis pupilas hacen su mayor esfuerzo y cada vez lo distingo más. Salvador Dalí camina hacia mí con un porte orgulloso; característico de un ser perturbado.

– ¿Las ardillas fluorescentes te han comido la lengua? – Dalí me mira fijamente a los ojos.

– No, es sólo que… – Mi voz tiembla, no sé si estoy soñando; en estos momentos debería sacar el cerebro de cabeza y darle una buena limpiada con polvos anti fantasía. 

Maldito acento español.

– No muerdo, sólo quiero charlar, desde que morí no he sabido nada; no he escuchado nada del mundo de la perfecta imperfección.

– ¿Qué… qué es esto?

– No cuestiones, no hace falta. El que manda aquí soy yo, el tungsteno está de mi lado y el hidrógeno es mi fiel sirviente. La combustión aquí no es magia, es la caída de un pelo de mi bigote.

No comprendo sus palabras, pero tampoco planeo darme por vencido; cuántas personas tienen la oportunidad de charlar con el Dalí después de muerto. 

– ¿Quieres que te hable acerca de mi vida? Regularmente para las personas mi vida es demasiado aburrida.

– ¿Ah sí? – Dalí clava sus ojos en los míos, retrocedo dos pasos de la impresión. – Amo las vidas aburridas, me dan tiempo de pensar, viajar a Andrómeda, relajarme y fumar un poco. Son perfectas.

– Una vez llegué a Venus, estaba en busca de…

– ¿De la perversión? – Me pregunta con una sonrisa burlona y enfermiza a la vez.

– Tal vez, la verdad no estoy seguro... creo que lo que buscaba era comprender a las venusianas, nunca he sido bueno con ellas, ni con la búsqueda compartida de Dios.

– Esa es una de las cosas que más extraño, la perfecta combinación espacial… Una vez, cuando caminaba por las estrellas y respiraba cloruro de magnesio, decidí bajar en una ciudad italiana en busca de alguna droga que calmara mis ansias, pero en mi paso encontré algo mejor. – Dalí sonríe y por un momento mi corazón tiembla y me horrorizo. – Entré a un edificio rojo como la sangre, descuidado y aterrorizante como el corazón humano. Ahí encontré a Clarisa. La recuerdo y mi piel se calienta como agua a punto de hervir. – Dalí le pega al suelo con su bastón; las nubes aceleran su camino y el cielo cambia de color. – Llevaba 50 francos y con eso la tuve toda la noche, esa noche hablé con dios. Desde ese momento amé a las venusianas más que a mi propia vida, más que al tiempo y más que al espacio.

Me quedo sin palabras, Dalí no despega sus ojos de los míos. El pequeño relato de Dalí me hace recordar a Victoria, creí que ya la había olvidado.

–Veo en tus ojos que en tu búsqueda de la perversión encontraste a alguien que no te deja en paz – Me dice mientras frota sus bigotes con ambas manos.

Yo no buscaba la perversión, pero tenía razón el genio psicópata. En mi búsqueda había encontrado a alguien.

– Victoria… – Le dije – Se llama Victoria.

– ¿Desde cuándo no profundizas en su cuerpo y visitan juntos el espacio exterior?

– Desde que Dios creo el mundo, no…

– ¿Y no te gustaría verla ahora?

– ¿Ahora mismo? No, a ella no le gusto y nunca le gustaré… ¿Qué puedo esperar de la vida, más allá de soledad?

-Que Salvador Dalí esté de tu lado. Con una solución de carbono, fosfato y pollo asado podemos ir a donde sea que ella esté y observarla, mas no tocarla, porque ella no nos verá… Sólo sí sentirá nuestra presencia.

– No quiero invadir su espacio, prefiero respetarla…

– ¿La amas? -Pregunta Dalí y el cielo regresa a su estado original, nubes azules y cielo blanco.

– ¿Amor?

– Sí.

– Creo que no lo conozco…

– ¿Cómo sabes cuando conoces algo que nunca has conocido con anterioridad?

– Supongo que no lo sé Dalí, y la verdad no me importa saberlo… Prefiero no conocer el amor y así nunca conoceré el amor no correspondido.

– ¡Pero qué paradoja! Buena estrategia de supervivencia… Pero no me convence. Aceptémoslo, estás enamorado de Victoria. 

– Tiene cabello castaño, ojos claros y un cuerpo de diosa, si fuera artista ella sería mi musa. 

– Tus palabras me hacen recordar a Gala. Nunca olvidaré su voz… Aunque tarde mil doscientos años en volverla a encontrar… Pero dime, cuéntame ¿Y su pose? ¿Qué tal de actitud?

– Amable, tierna… Desafiante. Nunca antes había conocido un ser tan enigmático y apasionante como ella, es hermosa.

– Vayamos a verla, quiero conocer a quien amas.

– Pero yo no la amo, no conozco el amor.

– Eso no lo sabes, un niño no sabe que ha pecado hasta que le dicen que lo ha hecho, ahora yo te digo que estás enamorado.

– No, me niego a aceptar tus palabras Dalí. Inevitablemente si me presentan con el amor éste vendrá de la mano con el no correspondido y será el segundo el que se quede conmigo.

– ¿Cómo puedes estar tan seguro maldito cobarde?

– No me tortures Salvador; no lo merezco.

– ¡Todos merecemos ser torturados! ¡Todos y cada uno de nosotros!

Me agacho y me sostengo en mis rodillas, pongo mi mano en la cabeza y doy un grito ahogado; me paro y miro a los ojos a Dalí.

– Llévame con ella Dalí, le preguntaré si me ama.

– No puedes hablar con ella; pero, de cualquier manera, las reglas se hicieron para romperse.

– ¡No pierdas el tiempo y llévame con ella!

Dalí me mira a los ojos con una mirada penetrante, nunca nadie me había visto de esa manera, es como si el mismo diablo me viera a los ojos. Trato de apartar la mirada, pero no puedo. Todo a mí alrededor cambia de color, de forma, de textura. Quiero voltear hacia atrás, quiero gritar, quiero preguntar qué sucede, quiero saber si veré a mi amada.

De pronto todo desaparece, árboles, nubes, cielo, suelo, paisaje. Todo desaparece para darle lugar a una serie de colores y unas luminosidades tan excitantes como el paraíso mismo pasando por el infierno. Morado, amarillo, verde, rojo, dan lugar a que mi mente juegue conmigo y que Dalí se deleite de mi confusión. Yo sólo lo veo sonreír malévolamente. Formas irregulares aparecen a mí alrededor, pinturas divinas de escenas malditas me rodean. Antagonismo. Veo cómo la luz se come a la oscuridad de una forma grotesca. Cabezas moradas ruedan alrededor. Veo a mis padres gritándome, diciéndome que soy una lacra en la sociedad. A lo lejos se ven mis amigos caminando hacia el horizonte, dándome la espalda. Grito con todas mis fuerzas, pero no escucho nada, mis oídos no funcionan y soy torturado por el duende del silencio. Elfos, duendes, gnomos, demonios, trolls, kminks, crías de minotauros, y seres deformes forman un círculo alrededor de mí. No sé qué hacer. Comienzo a correr, pero por más que me muevo no avanzo nada. El ambiente: morado. Relámpagos rojos caen del cielo, los seres malditos cada vez cierran más el círculo, se están acercando a mí. No sé qué hacer. De pronto se detiene el tiempo y veo cómo todo se mueve lento, incluso yo. Hago un esfuerzo por huir y cuando menos me lo espero todo se mueve demasiado rápido, el círculo endemoniado está muy cerca de mí, está a punto de darse la colisión, no creo poder aguantarlo, mi corazón late y sale de mi pecho. Me preparo para lo que viene.

Abro los ojos.

La tensión desaparece lentamente cuando veo mi cuarto oscuro e igual que siempre, con la ropa tirada. No recuerdo nada, pero sé que estaba tenso, nervioso por algo. Poco a poco voy recordando todo; el ruido aparece de nuevo. Volteo a ver el cuadro y el ruido no cesa. Tengo miedo de ver detrás de esa bizarra obra de arte, me da pavor enfrentarme a cualquier cosa que sea la causante de mi irritación.

Una parte de mí muere por darle fin al misterio y me corroe por dentro mi cobardía. No sé si lo haré, o si moriré sin saber qué está pasando. No sé si será hoy o será hasta mañana, tal vez dentro de 50 años. Siento como mi corazón tiene una charla con mi mente. Tratan de ponerse de acuerdo, pero no pueden. Nunca han podido. Son como una vieja pareja cansados uno del otro, pero que dependen mutuamente. Desafortunadamente son tan orgullosos que no lo quieren aceptar. Me recuerdan a mis padres. Mi corazón no quiere descubrir el misterio de ese ruido infernal, pero mi mente sí. Siento que mi mundo se contrae para explotar en cualquier momento. Estoy lleno de ira y frustración. En un vuelco de locura decido acercarme al cuadro, lo miro fijamente y me decido: lo haré y afrontaré las consecuencias de mis actos. 

No. No debo.

Me maldigo a mí mismo, ya no me importa. Sin pensarlo, le tiro un manotazo al cuadro. Cierro los ojos. No veo nada, sólo escucho. He eliminado a uno de mis sentidos y no planeo levantar mis párpados para observar lo que acaba de salir de su escondite. El ruido se hace más fuerte. Escucho como el cuadro cae por mi cuarto y la madera suena seca al chocar con el piso. El vidrio que protegía la obra se hace pedazos y la unión de todos esos sonidos me vuelve loco, me desespera. 

Me doy la vuelta y abro los ojos. El ruido sigue. Sé que lo que sea que lo produzca está detrás de mí y me está observando. Mi mente juega conmigo y me hace imaginarme las peores cosas posibles: Criaturas deformes, animales, fantasmas, duendes, chaneques, demonios. No sé qué creer. De pronto siento que el ruido se acerca a mí. Me desespero, estoy petrificado. Instintivamente camino rápido a la puerta, corro; giro la perilla lo más rápido posible, abro y cierro la puerta del cuarto a mis espaldas. El ruido ha desaparecido; vuelvo a la sala. 

La luz blanca sigue prendida. 

Volteo a la mesa y veo mis cosas. No sé qué hacer, estoy desesperado. Miro hacia todos lados y veo rostros escondidos en cada esquina. Tengo miedo. Siento que mi apartamento es un ente vivo que ha planeado un complot contra mí y quiere destruirme. Mi casa me aborrece. Corro hacia la puerta principal y la abro tan rápido como mis manos me lo permiten, la cierro de un portazo y corro hacia la salida del edificio. Veo la puerta a lo lejos y sólo pienso en el momento de llegar a ella y salir a la calle, a la ciudad, a algo tan grande que no le importará mi presencia en sus venas. Salgo. Me quedo callado y contemplo la calle vacía. Veo el tazón de alimento que hace algunos momentos tenía comida para perros y está vacío. Mi amigo ha estado por aquí y no puede estar muy lejos. He de seguirlo y encontrarlo. Necesito la compañía de alguien. 

Giro mi cabeza a la izquierda y a lo lejos se ve una figura canina. Es él. Es mi amigo. Corro hacia él con tal de alcanzarlo, no me importa lastimarme los pies, sólo quiero llegar a estar con alguien conocido. 

Cada vez lo distingo más, las calles se van abriendo a mi paso y la luna alumbra mi camino mientras corro. Cuento cada paso que doy, llevo setenta y ocho y al parecer me falta más de la mitad. Debo acelerar el paso. Corro más rápido y pienso en todo lo que me acaba de pasar. Mi amigo dobla en una esquina hacia una calle a la que yo nunca he ido, pero no me importa, he de seguirlo incluso hasta el fin del mundo. Llego a la esquina y doblo. Ahora lo veo más lejos. La desesperación invade mi ser y me dan ganas de llorar, pero me contengo. Corro tan rápido como mi cuerpo lo permite, estoy a tres metros de mi amigo, casi lo alcanzo. No debo rendirme. A lo lejos se ve un terreno vacío, lleno de piedras, basura y matorrales muy altos. No sé por qué he fijado mi vista en él. Mi amigo está a un metro de mí y creo que ya siente mi presencia. No sé por qué no para y me espera. Al llegar al terreno mi amigo se mete y yo voy detrás de él, esquivo los matorrales y quito de mi camino todas esas hojas que rasgan mi cara y me hieren, pero sinceramente no me importa; estoy en busca de paz. 

Veo que el canino llega a un árbol y se echa debajo de éste. Llego cansado y me siento al lado de mi único amigo. Siento que la luz de la luna hunde mis emociones. Me acuesto. Volteo a ver al perro y el sólo jadea cansado y tranquilo. Un ser en completa paz con la naturaleza. ¿Por qué yo no soy así? Supongo que yo soy el perro callejero al que nadie le da de comer y muere de hambre. Miro a los ojos a mi amigo.

– Hoy no he tenido un buen día.

– …

– No, no es nada grave. Es que siento que mi apartamento me aborrece.

– …

– No digas eso, no lo merezco.

– …

– Me quedaré aquí a dormir contigo ¿Te molesta?

– …

– Gracias amigo, te quiero.

Cierro los ojos y me duermo profundamente. El perro simplemente se va como un animal libre que no platica con su alma. Yo me quedo acostado buscando paz, pero algo anda mal.

La luz blanca sigue prendida. Nunca nadie la apagó.